La realidad a veces te aplasta, piensa mientras intenta
meter unos centímetros la cintura de su vieja falda. Está sentada en una silla
de mimbre con los pies descalzos, sus zapatillas se calientan dentro del horno
de la cocina de carbón. Su vecina no para de repetirle que ya es demasiado
mayor para atender esa cocina, que un día le va a dar un susto. Ahora hay cosas
más fáciles y más limpias, María. Qué bobada, si cada una tiene un sitio en el
mundo sin duda éste es el suyo. Su cocina, menudo escenario para una vida.
Empieza a oler a goma quemada y se calza con placer las zapatillas, siempre
tiene los pies helados, cosa de la circulación dice el médico, con la edad
empeora. Vaya chollo esto de la edad, sonríe para sí, se la puede culpar de
todo. La mano le tiembla suavemente al intentar enhebrar la aguja y las gafas
se le deslizan hasta la punta de la nariz. Vivir para ver, si con quince
años me hubiese podido ver así me habría
tirado al río. Suelta una carcajada. Hay cosas que los años no le han podido
robar de momento.
Alza la vista para comprobar la hora y se levanta
sobresaltada, se le hace tarde.
Hace mucho que no se detiene a mirar la imagen que le
devuelve el espejo pero recuerda que era bonita, al menos eso decían. Aún
sonríe a menudo y sus ojos vidriosos recuperan el brillo de antes, de hace
mucho, cuando todavía no sabía nada, o casi nada. Cuando pensaba que su destino
sería casarse, como las demás. Atender la casa, a su marido, a sus hijos. No tenía
vocación religiosa, lo inevitable era el matrimonio, le parecía bien, ese tipo
de cosas no se cuestionan. Jesús era muy guapo, es cierto que sus entradas eran
demasiado prominentes para ser tan joven, seguramente acabaría calvo, pero era
alto y tenía un profundo hoyuelo en la
barbilla en el que cabía su meñique sin dificultad. Su familia tenía ganado
pero él entraría en la mina en unos meses, al cumplir los dieciocho. Entonces
se casarían. Su pecado fue dárselo todo tan pronto, le dijo su madre. Hay que
hacerse valer, ningún hombre quiere a una puta como esposa. Sólo fue una vez,
rápido y doloroso. A él le olía el aliento a vino y a tabaco y ella estaba
nerviosa y algo asustada. Hacía frío. Al mes siguiente no le bajó la regla. No
hay mucho más que decir. Nadie se casa con una embarazada, ninguna suegra
quiere material ya usado para su pequeño. Una mujer que metió la pata ha de
cargar con el fruto de su culpa. Si fuese viuda sería distinto, el matrimonio
legitima el sexo, estás obligada ante Dios a satisfacer las necesidades de tu
marido. Una viuda siempre es más respetable que una mujer que sucumbe a los
placeres carnales a destiempo. Se quedó sola, para su propia familia resultó
una vergüenza. Buscó un trabajo en el lavadero de la mina y más tarde en una
carnicería donde, a pesar de su edad, continúa ayudando cuando la necesitan.
Jamás se casó. Dedicó su vida a Onésimo, todavía lo hace.
El entierro era a las cinco. La silicosis y su amor por el
vino le pasaron factura demasiado pronto. Nadie entendió su presencia allí.
Para ella la cosa estaba más que clara. El hoyuelo del finado se había hecho
mucho más profundo con los años. No sentía nada. Tras el pésame, digna y
sonriente se encaminó hacia la salida.